Mi psiquiatra me ha recetado, para solucionar mi fobia, el confesar mi vergonzoso secreto en su ámbito.
Así que pese a que no podré miraros a la cara en las concentraciones, aunque no podré entrar con mi típico aire de suficiencia en los bares de carretera, mi secreto tanto tiempo ocultado debo de contároslo a vosotros, moteros:
Yo fui pulido por la leyenda, por el innombrable, por ese motorista anónimo al que todos en la provincia conocíamos como “El Figura”
Mis comienzos en el trail se remontan al pueblo, cuando ni siquiera tenía carné: una típica todo-terreno española tirada en el granero del vecino de mis padres. Ella, verano tras verano, me enseñó a domesticar su motor dos tiempos, a derrapar para entrar en las curvas, a saltar, mecánica…
Pero claro, un tío de “capi” como yo, acabó con moto deportiva en un moto-club de carretera. Y, como todos saben, me convertí en el mejor de los puertos de montaña. No había color. No me importaba la carretera, no me importaban las motos de los rivales: yo siempre el número uno, con diferencia.
Pero pasó algo sorprendente. En una concentración (donde, claro, yo era el que más kilómetros tenía) conocí a un menda que vino con una trail bicilíndrica llena de barro y polvo “-he venido por carretera y pistas de montaña, me lo he pasado genial” me dijo. De ahí surgió un vuelta, y de ahí… lo que me costó venderle a mi vecino mi RR –pobre pardillo, con la quemada que la tenía… pero es que siempre babeaba con ella- y hacerme con el último modelo trail: bicilíndrica de muchos cv, menos de 200kg, suspensiones largas de calidad… vamos, una máquina temible tanto en lo negro como en lo marrón.
Con esa trail mis manos, en asfalto seguía inflingiendo duros correctivos a toda moto que osaba rodar donde yo… divertidísimo ver la cara que ponían “los RR”. Cuando conseguí conocer un grupo de traileros que rodaban rápido, no tardé en ser el líder de la manada. Ni con motos iguales, ni con ligeras endu-trail. Nadie me aguantaba unos minutos. Daba igual si el camino era de tierra dura, o barro, o arena, o grava. En subida, en temibles bajadas, vadeando ríos. Todos a ver alejarse mi matrícula.
Pero un día ocurrió…
Salí en solitario una mañana entre semana a pistear un rato y, de repente, le vi.
Su figura, su porte, era como contaban moteros cabizbajos de mirada perdida en los bares mientras almorzaban: gordo, chaparro, con más de cuarenta años seguro, con viejas y maltratadas botas de hebillas, pantalones descoloridos, chaqueta más o menos similar, casco que tenía pinta de haber sido utilizado para jugar a rugby, y agujereados guantes de ferretería.
Su moto no era mucho mejor. Una vieja trail monocilíndrica de aire, con cortas suspensiones, plásticos destrozados en mil salidas, neumáticos con apenas tacos dignos de ese nombre.
Le acompañaba un joven impecablemente vestido, un novato de la moto de montaña, seguro. “El Figura” estaba comentándole algo, con toscos gestos, posiblemente aconsejándole, cuando al escuchar el sonido de mis dos silenciosos, me miró.
Me miró y, de una forma sutil pero evidente, sonrió.