Ha sido la moto con la que más he
aprendido y disfrutado. Con la que más unido me he sentido, y no
hablo sentimentalmente, sino de la unidad moto-piloto, esa simbiosis
perfecta, ese conocimiento de las reacciones, ese dominio de casi
cualquier situación.
Cuando la compró mi padre, la moto
estaba original, con los guardabarros cromados, el depósito
metálico, asiento 2 plazas... preciosa. Pero a los pocos años de
servir de escuela y entretenimiento de mis hermanos mayores, la moto
estaba prácticamente irreconocible. Llevaba un par de soldaduras en
el chasis. Sólo quedaba de la moto original la tapeta triangular de
debajo del sillín, justo donde ponía el mítico número “238”,
que le imprimía toda su mística, carácter, exclusividad. Pero el
depósito se cambió a uno de fibra rojo de una 350, mucho más
ligero y resistente; los guardabarros, partidos, abollados y
oxidados, se cambiaron por los blancos de plástico de Sherpas
posteriores; el asiento se cambió a un monoplaza, aún no sé
porqué, pues esa moto llevó pasajero casi todos los días que rodó
hasta el día de su jubilación.
No sé exactamente la edad que yo tenía
la primera vez que la conduje, 10, 11 ó 12,
pero recuerdo ese día
perfectamente. Mi padre se marchó con mis hermanos a Barcelona el
domingo a mediodía, y me quedé yo con mi madre cerrando la casa. En
esto que me doy cuenta que la Sherpa se había quedado abajo, en el
garaje de mi abuelo, y había que subirla a mi casa, y eso es algo
que ni con la fuerza que tengo hoy lo podría hacer, pues la cuesta
es realmente empinada. Por no molestar a mi madre, y sobre todo, por
escaquearme de recoger y fregar, me quedé deliberadamente intentando
figurar cómo podría subir yo esa moto tan grande.
Al rato me quedó
claro que la única manera sería subirla en marcha, así que la
empujé fuera del garaje, apoyé el manillar en el muro de piedra y
empecé a intentar arrancarla a patadas. Ponía el pedal en el punto
de empuje, me colgaba totalmente en él, con un pie en el pedal y el
otro en el aire al lado, y con un golpe de riñón y tirando de
brazos, intentaba accionar ese mecanismo infernal. En el primer
intento el retorno fue tan violento e inesperado, acostumbrado como
estaba yo a las C25 y Chispa, que me lanzó al aire y me descabalgó.
Me impresionó bastante, y pensé que eso sería empresa imposible
para alguien tan liviano e inexperto como yo. Pero la perspectiva de
volver a casa, y fregar y barrer, hizo que viese claro que no tenía
nada mejor que hacer que intentarlo varias veces más.
Muchos intentos después, en una de
estas, va la moto y arranca. ¡Caramba!, lo más difícil ya estaba
hecho, lo siguiente era lo mismo que ya llevaba haciendo años, pero
más alto y con mucha más potencia entre las piernas. No lo dudé ni
un segundo. Piernas a cada lado de la moto, embrague, primera, golpe
de cadera para separarme del muro y a la vez soltar embrague y
arrancar. ¡Ya estaba en marcha!. Con cuidado la subí hasta casa,
pero al llegar pensé “ya está, ahora a fregar...”, ¡y un
cuerno!. Media vuelta, y de nuevo al jardín de mi abuelo, a intentar
hacer las zonas que había hecho mil veces con las pequeñas. Y allí
estuve, obviamente no hice ninguna zona, pero las merodeaba, y
estiraba segunda y tercera, y hasta hice un par de saltos de altura,
hasta que me di de bruces con mi madre, que me miraba con una cara
mezcla de cabreo y sorpresa: había escuchado el motor de la moto
grande, pero allí no quedaba nadie que, en teoría, la pudiese
llevar. Se pensó que alguien del pueblo la estaba robando y, de
paso, se marcaba unas zonas en el jardín, una especie de ladrón con
mucho morro.
Ya sí, ya la tuve que subir guardar.
Esa era una variable que no había pensado: yo no tocaba el suelo con
los pies, y en nuestro garaje no había un muro liso y vacío sobre
el que intentar aterrizar civilizadamente, así que no se me ocurrió
otra cosa que encarar el pequeño prado de césped de delante del
garaje, y coordinar un salto-abandono de la moto en marcha. Me quedo
bastante bien, ni la moto ni yo sufrimos desperfectos. La levantamos
entre mi madre y yo, la empujé al garaje, cerré el grifo de
gasolina, desconecté la pipeta y... Ya me había enamorado
definitivamente de ese engendro rojo y tronado.
Sí que recuerdo el día que la
“matriculamos”. Era agosto de 1984, yo aún tenía 13 años, y la
Guardia Civil se estaba empezando a poner dura y pesada, dado los
tintes de descontrol total que estaba cogiendo el tema de las motos
de montaña en el pueblo. Nadie, absolutamente nadie, la tenía
asegurada. Casi nadie la tenía matriculada. Casi nadie tenía carnet
de conducir, ¡coño! si ni siquiera teníamos la edad de llevar un
ciclomotor “con la autorización especial de padre o tutor” como
era preceptivo de aquella época.
También se da el caso de que en el
pueblo había (y aún hay) una casa-cuartel de La Benemérita, dado
que a 18 kilómetros había un paso fronterizo, custodiado por la
Guardia Civil. En el pueblo sólo había un Policía Local, cojo,
tuerto, y más viejo que Matusalén. Todo ello hacía que hubiese una
fuerte presencia de Guardias Civiles, y que ellos fuesen “la
autoridad competente” en materia de orden y seguridad. Y, al vivir
en el pueblo, eran conocidos por todos, al frecuentar los mismos
bares, colmados y panaderías que todos nosotros.
Así que teníamos que “matricularla”,
aunque sólo fuese como disimulo visual flagrante, o sea, “para que
no cantase”. Fuimos a la ferretería del pueblo, y escogimos
alternativamente, entre mi hermano y yo, 3 letras y 4 números de
entre los tránsfers que había para marcar buzones de fincas. Nos
quedó la matrícula B-1004-BH. Bonita, discreta, disimulada,
factible. Siempre recordaré ese número. Pegamos al guardabarros
blanco las 7 pegatinas y ale, ¡a rodar!.
Eso sí, había una máxima: jamás nos
podrían pillar los Guardias Civlies, pues se nos caería el pelo a nosotros y a nuestros padres, por irresponsable.
1 comentario:
"...pensó que alguien del pueblo la estaba robando y, de paso, se marcaba unas zonas en el jardín, una especie de ladrón con mucho morro..."
¡¡¡Buenísima la historia!!!
l3
Publicar un comentario