Existió un tiempo en que las motos de campo no eran en absoluto perseguidas, los endureros éramos pocos y respetados y el territorio patrio estaba disponible para que lo disfrutaran los españoles. A Franco lo acabábamos de enterar.
Paradojas de la vida, conforme las libertades se habrían camino en el país y las suspensiones empezaron a ser dignas de ser llamadas por ese nombre, la terrible sombra de la ley se presentó por primera vez ante mis ojos en toda su crudeza.
La tía estaba buenísima, pero sin duda era fea. Fea con cojones, pero con un cuerpo como la Claudia Chifer, con mas curvas y muchas, muchas más tetas. En resumen, el cuerpo más espectacular que podáis imaginaros. Le decíamos cara de caballo, porque tenía una cara alargada, con una mandíbula prominente, parecida a esa que tiene Felipe II en un famoso cuadro de Velázquez.
Caracaballo era muy aficionada a las motos de campo, o mejor dicho, a los tíos con moto que se la pudieran llevar para agenciársela en el campo. Conocida y deseada por todos, con el tiempo Caracaballo fue compartida por varios campeones de Andalucía. Quiero decir, por varios campeones de cross, varios campeones de enduro y varios campeones de trial. Y no creáis que Caracaballo menospreciaba a los que no ganaban carreras. Al contrario, era una experta en consolar a los que llegaban segundos, terceros, cuartos…
Nunca la clasificación fue un problema para que Caracaballo se tirara a un tío. Pero no adelantemos acontecimientos, porque todo esto pasó mucho mas tarde, cuando Caracaballo se liberó de sus prejuicios.
Desde jovencita y durante muchos años Caracaballo tuvo un rollo con mi hermano Jerónimo, que a su vez estaba detrás de otra tía, por lo que no le hacía caso. Un día se presentó buscándolo en mi casa, pero sólo estaba mi hermano Alejandro, un verdadero maestro de la seducción. Siendo como eran los dos, aquella ninfómana se terminó por beneficiar a Alejandro, que también tenía novia. Cuando llegamos mis padres y yo ya habían terminado, y como mis padres sabían que Caracaballo estaba enrollada con Jerónimo, Alejandro tomó cierta distancia y Caracaballo se quedó charlando con ellos y conmigo.
Estando Alejandro satisfecho, y puesto que Jerónimo no venía, yo me ofrecí a llevarla a su casa en coche. Caracaballo, que por aquel entonces además de caliente era muy religiosa, estaba atormentada por los remordimientos y sintió la necesidad de confesarse conmigo durante el viaje a su casa. Nos paramos junto a un parque. “Que si esto no lo he hecho en mi vida, que si he cometido un pecado muy gordo, que si a quien quiero de verdad es a Jerónimo, que qué va a pensar de mi…”
Yo, que nunca he carecido de dotes verbales, la consolaba diciéndole que Alejandro era un caballero, que jamás diría nada, que se tranquilizara… Mientras le cogía de la mano para consolarla, apoyó su cabeza en mi hombro, pase mi otra mano sobre el suyo, acariciándolo, se apoyó en mi rodilla y comprendí que aquella noche ella iba a aumentar sus remordimientos hasta niveles nunca antes imaginados. La gocé, pero en un alarde de generosidad del que he llegado a arrepentirme, no la penetré, porque todo fue consumado con las manos y las lenguas.
Y os preguntaréis que tiene todo esto que ver con las motos. Pues mucho. Porque la Caracaballo, además de chuparla, tenía un hermano policía municipal.
Las lágrimas de la doncella, que explicó al municipal entre gimoteos que los tres hermanos moteros habíamos abusado de sus debilidades y le habían roto el corazón, encabronaron al mozo al que le jodía especialmente que todos se tiraran a su hermana. Entre sollozos de rabia y arrepentimiento (sospecho que por no conseguir a ninguno de los tres como novio y no tener a nadie que le sofocase su furor uterino) le informó de donde vivíamos y por dónde nos movíamos con las motos. Sin pensarlo, el poli y su compañero nos montaron un aguardo en la piscina municipal, que está a la salida del pueblo y a la que accedíamos por un carril que daba directamente a nuestra casa.
En aquel entonces la policía iba en un Diane con un motor de 2 cilindros que no pasaba de 90, que colocaron a la salida del carril, para al vernos pasar cortarnos el paso. Pero gracias tanto a la suerte como a mis dotes seductoras, yo había ido al pueblo por carretera, para recoger a otra tía, y hacía el camino en dirección contraria a la que ellos esperaban, puesto que Caracaballo le había dicho que siempre íbamos por carriles.
Yo ya llevaba a la chavala en moto a mi casa, para intentar tirármela, y los vi darme el alto, pero los cogí tan descolocados que era verosímil no haberlos visto, por lo que no me di por aludido.
Seguí en dirección a mi casa, ligerito pero sin pasarme, seguro de que no me cogerían. Había recorrido algo más de un km. cuando los vi venir detrás de mí a todo lo que daba el coche, puesto que el carril estaba bueno y era llano. Sentí haber subestimado los cuernos que puede llegar a sentir el amoroso hermano de una adolescente calentorra. Yo iba en una montesa cota 74, subida a 125, que andaba más o menos lo que el coche, pero tenía a una tía conmigo, a pesar de lo cual la movilidad de la moto seguía siendo mayor que la de nuestros perseguidores.
Cuando cogí el desvío no pensé en la zanja, sino en cortar por el campo por donde ellos no pudiesen pasar. El único culpable es el celoso del hermano de Cacaraballo. Y la calentura y la religiosidad de ella. Que quede bien claro que yo era un simple adolescente buscando sexo, que es la más noble y lícita tarea que imaginarse pueda. Los problemas se los buscan los malos ellos mismos, con sus prejuicios, miedos, fantasmas e inseguridades.
El hermano de Caracaballo tenía que haberla convencido de que el sexo es algo glorioso, que él mismo esta todo el día buscándolo. Debía de haberle explicado que el hecho de que fuésemos hermanos era circunstancial. ¿A caso no había tenido buenos orgasmos con los tres? ¿De qué se quejaba entonces? El poli tenía que habernos pedido prestadas las motos, (lo que todos habríamos concedido como justo desagravio) aceptar la vida tal como viene, disfrutarla. Pero no. Le dio el ataque de cuernos y pasó lo que tenía que pasar.
Como la distancia que nos separaba aún era notable, no aumenté la velocidad, sino que me desvié hacia una finca donde tenían unas cochineras. Al poco crucé una mal encarada zanja de desagüe de las cochineras y entendí que a esa velocidad el coche no pasaba: o frenaban, o daban la vuelta o podían empezar a encomendarse a un santo. Os juro que empecé a reír incluso antes del accidente. Vi el futuro, por así decirlo.
Hasta el punto de que me paré, sabiendo que su coche no pasaría el bache a esa velocidad sin partirse.
¡Y se partió!
Se pegaron un buen cabezazo contra el parabrisas y se arañaron las manos, según supe después, porque no tenían el cinturón de seguridad, pero nada grave. El coche sin embargo estaba destrozado. ¡Le habían arrancado el motor de cuajo! Una de las ruedas delanteras estaba junto a la trasera. Por suerte para mí, la persecución era ilegal, porque aparte de que no había razón para seguirme, se salía de su jurisdicción.
Y tampoco creo que fuesen a la guardia civil a decir que allí viven tres hermanos que tienen moto de campo y han gozado sucesivamente de mi hermana, abusando de su falta de mesura con el sexo. Que yo sepa no se nos podía acusar de otra cosa. Confieso que cada vez que pienso en qué coño pusieron en el atestado para explicar el destrozo del coche, me descojono de risa.
Por aquella época el alcalde de Morón era el conde de la Massa, que recibió con agrado la noticia, puesto que tendría a los municipales de su parte en su tarea de tomar venganza con unos moteros que habían matado a su gamo más grande. Conforme la fama de Caracaballo se acrecentaba entre las distintas modalidades motociclistas, los cuernos de su hermano se fueron endureciendo, y los pobres palurdos de los municipales la tomaron con las motos y la pagaron los jornaleros que tenían sus derbis o sus puch minicross como único medio de transporte. Les pedían el seguro y esas cosas.
Pasaron los años, y Caracaballo, más gorda y amortiguada su desmesura, se casó con un hombretón de enorme nariz y su hermano el poli terminó por olvidar el incidente. El conde dejó de gobernar la alcaldía y los moteros volvieron a ser queridos en el pueblo, que tiene un potente moto club y celebra carreras importantes subvencionadas por el ayuntamiento, tanto en cross como en trial.
Y aunque esta historia es pura ficción, ese verano apenas sacamos las motos del garaje.
Continuará.
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