La culpa de todo la tienen los Pont.
Ellos, con su jardín plano de más de 5 hectáreas, en la avenida de casas de veraneantes, en ese pequeño pueblo en el Pirineo oriental, justo en el vértice donde geológicamente se separa el Pirineo del pre-Pirineo. A escasos 18 kms de curvas de Francia, a unos 7 Kms en línea recta.
Nuestra finca tiene 2 hectáreas, pero
está en la ladera de la montaña, (en lo que se considera
geológicamente la primera montaña, el inicio de los Pirineos como
tal), con lo que tiene bastante desnivel. Pero Casa Pont no, Casa
Pont es plana, como una mesa de billar, con un inmenso prado verde,
de césped silvestre bien rasurado, cuidado y nivelado, tan sólo
salpicado por una pequeña piscina, algunos arbustos y cuatro o cinco
árboles.
Es más, la culpa de todo la tiene el
abuelo de los Pont, que era amigo personal de la infancia de Pedro
Permanyer y de Paco Bultó, por ende gran aficionado a las motos, y
que atesoraba en su garaje una considerable colección de motos de
todos los tamaños, colores, sabores y olores.
Nuestras familias estaban muy unidas, y
si no estábamos cada día las 3 generaciones de cada familia en casa
de uno, estábamos en casa del otro. Cuando estábamos en mi casa se
jugaba a frontenis, que para eso teníamos el frontón más grande y
chulo de la comarca, hasta que se abrió el del Club de Tenis.
También hacíamos salidas en los Land Rover y Jeep Willys para hacer
picnics.
Y así pasaban los días de asueto y
solaz nuestras familias desde el siglo XIX, cuando nuestros
tatarabuelos se registraron por primera vez en la fonda del pueblo
para pasar el verano por prescripción facultativa, al ser por aquel
entonces un balneario terapéutico.
Pero a mitad de los años 50 el abuelo
Pont empezó a traer al pueblo esas motos
que fabricaban sus dos
amigos del alma, primero
bajo el nombre de Montesa, y años más tarde como Bultaco también.
bajo el nombre de Montesa, y años más tarde como Bultaco también.
Y empezó a incubar la afición por el
motociclismo de montaña entre sus amistades y, posteriormente en
toda la comarca.
Así llegaron los mediados de los 70,
cuando los nietos Pont coetáneos míos y yo empezábamos a tener 6,
7 y 8 años, y estando en ese inmenso jardín plano, verde, cerrado y
privado, y acercándonos al garaje del abuelo Pont, veíamos todas
esas motos, muchas, algunas ya viejas entonces, otras recién nuevas,
rojas, azules, algunas blancas, cromadas, plásticas, de enduro, de
cross, de trial (sólo un par de asfalto), y por encima de todo
(mejor dicho, POR DEBAJO DE TODAS) sobresalían, (o infrasalían)
tres muy pequeñitas, mucho, que a nosotros nos quedaban perfectas
ya. De hecho eran para nuestros hermanos 2 y 3 años mayores, pero ya
se sabe, los pequeños imitamos y queremos todo lo de los mayores.
A esas bellezas nuestros padres se
referían como
“la chispa”, “la Cota 25” y “la lobito”, nombres, por aquel entonces, tan o más míticos que ahora para 4 chavales embelesados por lo que habíamos visto hacer a nuestros hermanos mayores con ella.
“la chispa”, “la Cota 25” y “la lobito”, nombres, por aquel entonces, tan o más míticos que ahora para 4 chavales embelesados por lo que habíamos visto hacer a nuestros hermanos mayores con ella.
Llegó el día que tenía que llegar;
una mañana estábamos Carolina, Aleix, Oriol, Jordi y yo jugando al
escondite, y la partida acabó llevándonos al garaje, y alguien
soltó la típica frase en la que ya no hay vuelta atrás:
-“¿A QUÉ NO TE ATREVES A ARRANCAR
LA C25?”. Sorprendentemente, esta frase tan descerebrada, tan
propia del sexo masculino, la pronunció Carolina, (una tía con más
cojones que la mayoría de tíos que he conocido en mi vida, incluido
yo mismo, no en vano, durante muchos años me ganaba a frontón,
esquiaba mejor que yo, jugaba, y aún juega a fútbol mucho mejor que
yo...).
Pues dicho y hecho: Aleix se montó en
la C25, la de su hermano mayor, Oriol en la Lobito, ídem, y Jordi
dudó un instante, lo suficiente para que yo me montase en la Chispa,
la suya, (el no tenía hermano mayor, y su padre se la acababa de
traer 10 días antes y aún no se había puesto a enseñarle).
Pues allí estamos los 3 intentando sin
mucho atino ni habilidad nuestras primeras patadas. La teórica la
teníamos más que aprobada: llevábamos desde que teníamos uso de
razón viendo a nuestros mayores hacerlo. Ya sabíamos lo que hacer
si la conseguíamos arrancar: apretar embrague, pisar el cambio,
soltar embrague...
De repente la C25 empieza a rugir
(“rugir” por aquel entonces y para nosotros, hoy, con la
perspectiva del tiempo y la experiencia sería más bien “a
petardear”). Nos quedamos todos mudos, quietos, extasiados, y
Aleix, encima de las estriberas, con los ojos como platos, y en la
boca una mueca mezcla de “oh” de alucinación y de sonrisa
picarona. Pasado el impacto inicial, se viene arriba y empieza a
enrollar el puño, y a hacer tronar la moto en aquel garaje, que
hacía resonar el motor y que pareciese eso una procesión de
moteros, como 200 años antes había hecho El Tamborilero del Bruc
para ahuyentar las tropas Napoleónicas con un sólo timbal y la
resonancia de las montañas de Monsterrat.
Mientras Oriol y yo volvíamos a dar
patadas con más ahínco aún a nuestras motos, Aleix, ante la
atónita mirada de Carolina y Jordi, aprieta el embrague y pisa la
palanca, y se oye el “cloc!” tan característico de cuando ya
está todo engranado y listo para la diversión, y sin pensárselo
demasiado, (más bien, sin pensárselo nada, como ahora vais a
comprobar), pone un pie en el suelo, con el otro recoge el caballete
y suelta el embrague, en esa concatenación de gestos que tantas y
tantas veces había visto hacer a sus hermanos, a sus padres, a sus
tíos y sus abuelos. Salvo un detalle, un ligero detalle. Delante de
la C25, justo delante y en perpendicular, estaba aparcada la
majestuosa Sherpa 350 roja y cromada de su Tío Jordi, padre de ídem,
que con la cara desencajada veía cómo la pequeña C25 descabalgaba
a su primo Aleix de un soberbio wheelie y se encaramaba por el
lateral de la moto de su padre, hasta sobrepasarla y estamparse
contra la blanca pared, dejando una preciosa marca de rueda de tacos
de trial que ni el mejor diseñador motero hubiese creado y realizado
con tal precisión, y de la que 20 años más tarde aún nos reíamos
recordándola y enseñándola a visitas, hasta que el abuelo decidió
pintarla, borrando así el recuerdo de nuestra primera incursión
independiente y no autorizada en el mundo de las motos.
A la que yo conseguí arrancar la
Chispa, y tras asegurarme que no había nada delante, la conseguí
sacar despacito del garaje, pero la subida para salir del mismo tenía
su desnivel, y requería de una inercia que, una vez acabada, y
habiendo una curva seguida, alguien como yo que nunca ha pilotado ni
un metro, obviamente no supe ni frenar ni girar. Acabé con mis
tiernas carnes y la inmaculada Bultaquito en un hermoso arbusto, por
suerte mullido, que me impidió de estamparme contra la valla de la
finca.
Oriol tuvo más suerte.
Al ser la Lobito una 125, pero a la que le habían milagrosamente encajado el motor de una Pursang 175, tardó muchísimo más en arrancarla, y vio y aprendió de nuestros percances. Una vez arrancada, encarada y subida la salida prudentemente se encaró al jardín donde estaban tomando el sol nuestros mayores, y donde la elegantísima, educadísima y atentísima abuela Pont había dispuesto un sabrosísimo y completísimo aperitivo, que todos disfrutaban y compartían, hasta que vieron venir a Oriol, con la cara de poseído y gritando, sobre el mamotreto de sus hermanos mayores, engranando marchas..., tercera..., cuarta... El círculo de comensales se abrió cual Mar Rojo ante Moisés, para que Oriol pudiese arrollar la mesa a gusto, y abrirse, con el canto metálico de la mesa de jardín, una hermosa brecha de seis puntos en la frente, enviando por los aires todas las patatas, aceitunas, cervezas y martinis, cual confeti al viento.
Al ser la Lobito una 125, pero a la que le habían milagrosamente encajado el motor de una Pursang 175, tardó muchísimo más en arrancarla, y vio y aprendió de nuestros percances. Una vez arrancada, encarada y subida la salida prudentemente se encaró al jardín donde estaban tomando el sol nuestros mayores, y donde la elegantísima, educadísima y atentísima abuela Pont había dispuesto un sabrosísimo y completísimo aperitivo, que todos disfrutaban y compartían, hasta que vieron venir a Oriol, con la cara de poseído y gritando, sobre el mamotreto de sus hermanos mayores, engranando marchas..., tercera..., cuarta... El círculo de comensales se abrió cual Mar Rojo ante Moisés, para que Oriol pudiese arrollar la mesa a gusto, y abrirse, con el canto metálico de la mesa de jardín, una hermosa brecha de seis puntos en la frente, enviando por los aires todas las patatas, aceitunas, cervezas y martinis, cual confeti al viento.
La reacción primera del padre de
Oriol, incluso viendo a su hijo sangrar, fue la normal de esa época:
par de sopapos y cuatro gritos, mientras la madre lloraba acunando al
herido. Eran otros tiempos, otros sistemas educativos, la bofetada
pedagógica estaba al orden del día.
2 comentarios:
Ufff... una maravilla de historia y, señores, es la primera de muchas de las que Nani nos va a contar a partir de hoy. No voy a negarlo... ya tengo ganas de ver la siguiente narración.
Nani ¡¡¡bienvenido!!!
Estoy muy impresionado, de verdad.
La historia es deliciosa, y tan bien escrita, que te sumerges en ella sin remisión.
Bienvenido y enhorabuena..... por favor, quiero masssss.
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