Cuando eres un niño se aprende más
por experiencias vividas que por lo que te cuentan. Pues nosotros
tuvimos que experimentar en nuestras propias carnes la diferencia
entre terreno liso y empinado, tanto en el tipo de diversión que
brindan, como en el tipo de heridas, como en el tipo de daños
causados.
Salvando las distancias, este era yo con 8 años sobre la Chispa |
El Grass-track es una modalidad
altamente recomendable. Es muy seguro: seguro que te caes, ¡seguro!,
¿qué es esto de inclinar en césped?, pues eso, caída segura. Pero
a la vez es muy seguro en cuanto a hacerse daño de verdad. Caes en
mullidito, hay escapatorias infinitas, deslizais tú y tu moto sin
empezar a voltear y enredarte con ella, la moto casi no se hace nada:
quitas la hierba de las estriberas, puños y manetas, te levantas y
sigues. Al ir con esas motos tan bajitas estás muy cerca del suelo
todo el rato, y al ir con ruedas de tacos de trial (los pequeñitos),
y más si el césped está ya un poco reseco, resultaba una
combinación perfecta, y se llegaba a rozar rodilla bastantes veces,
muchas, hasta que te vas al suelo, ineludiblemente.
Teníamos montados un par de circuitos. Uno era un óvalo.
Cada recta debía tener unos 30-40 metros, lo
justo para poner recta la moto, intentar un adelantamiento en la
apurada de frenada, y tumbar la moto hasta encontrar el límite. Las
carreras eran a cinco vueltas, pero casi nunca llegábamos a
cumplirlas. El 99% de las veces se ganaba por eliminación al llegar
a la 3a vuelta y quedar sólo uno en pie. El óvalo sólo lo usábamos
como calentamiento, hacíamos 3 ó 4 carreras, para coger el tacto a
las motos, y ya pasábamos al circuito de verdad, “al que distingue
a los hombres de los niños”.
El otro circuito era muy, muy
divertido. Era tremendamente variado en su trazada, incluso
atravesábamos un estrecho puente de piedra y madera que cruzaba un
pequeño estanque (con sus patos) con forma de riñón, por donde
sólo pasaba una moto a la vez, y que recordaba mucho a aquellos
tramos de estrechamiento que tenían los Scalextric. Las curvas las
marcaban los árboles, arbustos, mesa de ping pong, mesa de
aperitivos, piscina y demás elementos naturales y fijos que habían
por la inmensa llanura. Zigzags y slaloms infernales entre la
arboleda, preciosas rectas para estripar, emocionantes chicanes en
las que si te pasabas te comías el arbusto del exterior, curvas
enlazadas directas donde tirarte a deslizar rodilla, pues tenían el
exterior limpio, impoluto, vacío.
El sistema de competición era el único
posible cuando hay 5 pilotos para 3 motos: el que gana se queda, los
otros dos, a la p*ta calle. Podríais pensar que quien llevase la
Lobito, (el mamotreto subido a 175) debería arrasar, pues nada más
lejos de la realidad. Su altura era un inconveniente que no
compensaba la burrada de potencia que daba el motor MK-7. Ni en el
óvalo le cabía aprovechar la aceleración, pues tenía que frenar
mucho antes y su paso de curva era mucho más lento, ni en el
circuito variado tenía la suficiente agilidad en los cambios de
dirección para competir con las “medias tacitas de café”
permanentemente pegadas al suelo.
En cuanto a vencedores, estábamos
todos a la par, hasta Carolina, ganábamos todos por igual. La única
constante era que no ganaba quien le tocase la Lobito si no era
victoria por eliminación.
Las lesiones, y teniendo en cuenta que
íbamos en bañador, camiseta y sandalias, eran minucias: raspadas en
las rodillas, abrasiones en muslos y manos y ya está. Daños
materiales: alguna maneta ocasionalmente, alguna estribera o palancas
de cambio y freno. Poca cosa, lo dicho, el grass-track es muy seguro.
El césped sufría, quedaba hermosamente destrozado con el dibujo de
la trazada. El abuelo Pont agarraba unos cabreos que se oían en
Pernambuco. Al final aprendimos que los días menos dañinos para
correr eran justo antes de que el jardinero segase el césped:
estando alto se dañaba y se levantaba mucho menos, pero también
patinaba mucho más.
La casa de mi abuelo tenía
ondulaciones, desniveles, trozos lisos, resaltes, piedras, escaleras,
rampas que acababan cortadas en terrazas, etc. Había mil maneras de
divertirse allí: gincamas, zonas, carreras de “garden-enduro”.
Yrjo Vesterinen, Ulf Karlson y Eddie Lejeune tenían sus emuladores
en forma de pequeños catalanes tan pronto como mi abuelo desaparecía
por unas horas. Allí las posibilidades eran infinitas, era cuestión
de, simplemente, imaginárselo.
Tenía el jardín una rampa de hierba
muy empinada, a unos 50º aprox., que se cortaba para acabar en una
terraza. A un palmo del borde entre la rampa y el corte íbamos
apilando 1 bote de pelotas de frontón a cada lado, que aguantaban un
zanco de madera, haciendo una suerte de listón de salto de altura.
Veníamos lanzados desde abajo, subiendo la rampa lo más deprisa
posible, y ¡a volar!. Íbamos subiendo bote a bote, 3, 4, 5..., al
6º bote en cada lado el zanco ya estaba a más de un metro de
altura, bastante impresionante para las pequeñajas esas. Esta
modalidad acabó al tercer o cuarto día, cuando tuvimos que
arrastrar la C25 hasta el herrero del pueblo para que soldase el
chasis partido en 3 pedazos. Ya habíamos encontrado el primer límite
de esas motos. Decidimos, sabiamente, dejar esta modalidad en tablas
y divertirnos de otra manera menos lesiva.
La siguiente variante era trial puro y
duro, tradicional: subir y bajar tramos de escaleras, rocas,
resaltes, desniveles entre terrazas: nada fuera de lo común, para
eso estaban hechas esas motos, lo aguantaban todo. No así nuestros
jóvenes huesos: un escafoides, varios dedos, una luxación de
hombro, bastantes heridas perforantes en la espinilla al quedarte
atrapado bajo la estribera... También, las típicas lesiones de
trial, más si lo practicas en bañador y sandalias. Aquí yo partía
con mucha ventaja, no tanto por jugar en casa, que también, sino
porque yo era el único de los 5 que hacía también Trialsín, con
mi revolucionaria bici Montesa C10, y esas zonas me las conocía al
dedillo, de haberme dejado los morros en todas y cada una de esas
rocas
También hacíamos carreras de
velocidad y obstáculos, o sea “garden-enduro”. En casa de mi
abuelo era donde la monstruosa Lobito sacaba todo su potencial:
sorteaba los obstáculos mucho más fácil y rápidamente debido a su
mayor altura, y entre zonas, en subidas y bajadas, con su infinita
mayor potencia, sólo la veías alejarse, ergo ganaba siempre Oriol,
pues no había quien le bajase de su Lobito.
Mi abuelo también tenía sus
seguidores por Pernambuco, pues sus pulmones también eran capaces de
llevar las noticias de nuestras perrerías a los fieles aficionados
brasileños. Ni con el trial ni con el salto de altura se dañaba el
jardín, pero con el garden-enduro quedaba algo parecido a un campo
de minas después de bombardearlo con napalm. ¡Vaya destrozos! A las
trazadas y derrapadas había que añadirles las caídas de los
saltos, y ahí, querido lector, ahí es donde de verdad se crean los
buenos socavones de tierra levantada, las hermosas roderas tan
características de un campo de cross bien amortizado.
Suerte que en el pueblo la hierba es
silvestre, que llueve casi cada tarde, y que los desperfectos, en una
semana quedaban casi tapados con la nueva hierba nacida.
1 comentario:
Me vuelvo a morir de envidia por lo bien que te lo pasabas de joven... Y qué bien me lo paso yo de mayor leyéndolo. ¡¡¡Muy bueno!!!
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