08 diciembre 2011

Años 70. Buenos días señor lentisco. I

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¿Cómo se siente un adolescente cuando casi por sorpresa tiene una de las mejores motos de la época?  Por setenta y ocho mil pesetas. Una ganga.....

Había pasado un mes del aciago día del accidente. Como llevaba haciendo a diario desde hacía una semana, Rafa se levantó antes del amanecer, se vistió, bajó las escaleras, se dirigió a la cocina y bebió directamente de la botella de leche. Se dirigió al garaje. Como siempre, cambió el filtro del aire, limpiando el usado con gasolina y  lavándolo con abundante jabón inmediatamente, para que no se deteriorase. Lo colgó en la percha  y siguió repasando su adorada máquina. La tensión de la cadena, la gotita de aceite que caía del carter que no había podido sellar. Le comprobó la presión a los tornillos de las manetas, de forma que al desplazarse con los golpes se redujese el riesgo de rotura. 

Se puso las botas y arrancó su moto, deleitándose unos segundos con el sonido metálico y  limpio que emitía, especialmente la suya que estaba perfectamente carburada.  Paró el motor antes de salir al patio, para no molestar.  Una vez fuera del cortijo montó y salió a campo abierto. La moto, nueva y  nerviosa, interpretaba sus sentimientos, como si los compartiera. Corrió frenético hasta detenerse, jadeante, al inicio de una zona pedregosa.  La moto desprendía emanaciones por el escape, humedecido con las gotas de rocio que  aún no se habían terminado  de evaporar. Le habló como si fuese una persona,  su cómplice, su colega, su amante. Tú también sudas, fiel compañera,  le dijo mientras le acariciaba el depósito medio vacio.
No cabía en su piel. Tenía un par de años de experiencia en motos más pequeñas y siempre había tenido bici, por lo que no tardó en aclimatarse. Al fin y al cabo, más potencia, más bajos,  mejor chasis, mejor suspensión… todo eso hace que una moto sea más fácil de conducir.

Al principio se limitaba a carrilear, ir y volver al rio, pasar por una zona pedregosa y volver unos cientos de metros  a través del campo arado. Le preocupaba volver a caerse, romper la moto.  No tardó en ir cogiendo confianza y durante los últimos días había ensayado  varias docenas de veces  una pendiente considerable, que terminó por dominar.
Subió a la cumbre de la sierra de un tirón, sin sentarse, sin tocar ni una sola vez  ni el suelo ni el embrague. Aunque el sol aún no había salido por completo, la humedad se había reducido rápidamente y el verde de la jara y las retamas se hizo más oscuro e intenso.

Estando ya las piedras libres de rocio, la tracción de la moto había aumentado notablemente. Parecía otra.
    -Deberías tener cuidado. Vas como un loco y tu bestia destroza los retoños del lentiscal.
    Rafa se sobresaltó y la moto le hizo un extraño, como si ella también hubiese escuchado la voz del cabrero. Dulcificó la marcha de su máquina, induciéndola  a girar en redondo. En un punto algo elevado, sentado en una roca, estaba Pedro,  por mal nombre “el hurón”, al que todos consideraban un excéntrico. Aparentaba unos sesenta años, aunque se decía que contaba muchos más. Usaba siempre la misma indumentaria: sombrero negro de ala ancha, botas, pantalones de pana, camiseta de manga larga y camisa de franela, aún en el más tórrido de los veranos. El hurón lo miraba a los ojos.
    -Buenos días, hurón – saludó –. No te había visto.
    -Buenos días, Rafa.
    -¿Qué haces ahí sentado? Parece que esperas a alguien.
    -Te esperaba a ti.
    -¿A mí? ¿por qué?
    -Eres muy curioso. Eso puede ser muy bueno y puede ser muy malo.
    -No me gustan los acertijos, hurón.
- Con el ruido que haces, ¿Quién otro podría ser a estas horas? Anda, baja de la moto y siéntate aquí. El sol está terminando  de salir.



El hurón señaló el horizonte, donde la claridad iba ganando terreno, inundándolo todo de luces brillantes de color dorado. Rafa obedeció. Descendió de su montura y se sentó en la plataforma del peñasco, junto a él.
-¿Y vienes aquí para ver salir el sol?
-Vengo a esperar a que salga el sol, para darle los buenos días al lentisco –Rafa estalló en carcajadas. Pedro le regañó –. Sólo los idiotas se ríen de lo que no alcanzan a comprender.
-Okey, hurón. Eso que dices es verdad.
-Okey, okey, okey –remedó el hombre con desdén –, y encima me llamas hurón, ¿no te dicen a ti el tripas?
-Sí.
-¿Y a ti te gusta?
-No. Hago como que no me importa pero me jode. Vale... Pedro. Tomo nota.
-Eres menos lerdo de lo que pareces.
Rafa se echó a reír de nuevo.
-¿Cómo sabes esas cosas? Lo de que me dicen tripas, y lo que pasa en el pueblo, si sólo bajas de tarde en tarde, y no hablas con casi nadie. Todos dicen que eres brujo.
-Todos dicen, todos dicen, todos dicen – tornó a burlarse Pedro –. Cuando la gente no sabe, inventa. ¿Y qué más dicen de mí? Anda, cuéntamelo.
-Dicen que hace unos años pillaste las calenturas malta porque te follabas a las cabras. ¿Es verdad?
-Y qué, si fuera verdad, ¿a ti te importa?
-A mí no.
-Mira, ya sale el sol.
El disco amarillo asomaba casi por entero, la neblina se disipaba. Las hojas verdes y las bayas rojizas del lentisco brillaron. Pedro se puso en pie y se quitó el sombrero, ceremonioso.
-Buenos días, señor lentisco.

Rafa no pudo evitar una risotada. El hombre se volvió y le increpó.
-De qué te ríes majadero. Dale los buenos días tú también.
El muchacho se tocó la frente con dos dedos de la mano derecha, como en un saludo militar dirigido al arbusto.
-Buenos días tenga usted, señor lentisco – zumbó –. Tú dirás lo que quieras, hurón, digo, Pedro, pero esto de estar aquí los dos, dándole los buenos días a un matojo, es una chalaúra como hay pocas.
-Escucha lo que te digo, zopenco. Darle los buenos días al lentisco a la jachivela te limpia por dentro y por fuera. Sólo con venir una semana seguida sanan las enfermedades de la piel, se secan las llagas y desaparecen las verrugas. El lentisco te ayudará. Tú lo necesitas más que nadie. Es lo único que puede aliviar ese dolor que te roe las entrañas.
-¿Cómo sabes tú eso? Lo del dolor que me come por dentro, ¿cómo lo sabes?
-No hay más que verte.
-Sí.
-El dolor no desaparecerá. Pero se calmará. Puedes aprender a vivir con él y serenarte. Esas galopadas locas, sin norte y sin control, no te van a ayudar.
-Sí me ayudan. Me siento libre, es como un remolino, como si el mundo no existiera y la moto y yo sólo fuéramos un soplo de viento.
-No es el olvido lo que te hará libre.

Aunque las visitas a la sierra se iniciaron para practicar en moto, Rafa comprendió que sentía un fuerte atractivo por Pedro. Por su incomprensible sofisticada simplicidad. Aquella docilidad y resignación no se correspondía con el carácter de un hombre libre como Pedro.
A partir de entonces, Rafa compartió con el cabrero muchos amaneceres en el lentiscal. Poco a poco, bien por el efecto benéfico del lentisco, o bien por el curso natural del duelo, su dolor se apaciguaba. No dejaba de sentirse solo, huérfano, pero su desolación se iba transformando en un sentimiento diferente. Menos corrosivo, más cálido. Solía dirigirse directamente al lugar donde el hombre se sentaba a ver salir el sol, y se instalaba a su lado.

Continuara…
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