26 mayo 2011

Años 70. Buenos días señor lentisco. II



Charlaban un poco y le daban los buenos días al arbusto. Con el tiempo Pedro lo invitó a visitar su casa. Un grupo de ruinas, en pleno monte. En el terreno que las circundaba, se disponían varios corrales: tres para las cabras, otro en el que había dos cerdos enormes, y uno para las gallinas. Tres o cuatro perros y varios gatos compartían su soledad. Para cubrir las necesidades básicas de electricidad tenía  un pequeño generador que además ponía en marcha la bomba que extraía el agua del pozo artesiano. Entre las ruinas había varias casitas contiguas, que Pedro había restaurado y habilitado como vivienda. En una de ellas hacía la vida diaria. Era un habitáculo con chimenea y fogón, amueblado tan solo con un viejo aparador, una mesa de camilla con mantel de hule, y varias sillas de enea.

El ambiente en el interior era modesto, pero digno y aseado. Otra de las casitas era el dormitorio. Rafa nunca entró allí. En otra habitación había un pequeño almacén, y la otra se podía considerar una especie de biblioteca, llena de libros amontonados en desorden. Pedro había conseguido los libros algún tiempo después de instalarse en la zona, cuando murió una viuda rica, sin hijos ni herederos, y la casa, que contenía la enorme biblioteca de su difunto esposo, pasó a ser propiedad de la mujer que la sirvió y la cuidó en los últimos años de su vida. Aquella mujer le vendió muy baratos los libros y el cabrero, que por aquella época apenas sabía leer, descubrió el placer de la lectura. Aunque los libros que poseía eran muy antiguos, y sus lecturas consistían en una mezcolanza desordenada de temas y géneros.

 Cada vez que se acercaba por la casa, Rafa le llevaba libros nuevos, variopintos y extraños, tal y como a Pedro le gustaban. Se sentaban a la mesa, y el hombre disponía sobre el hule una botella de aguardiente de madroño casero, dos vasos, y un plato con queso y embutidos. Las primeras veces que estuvo allí, el chico probó un par de sorbos de madroño por cortesía, pero el sabor no le agradaba, y le daba dolor de cabeza, así que el hombre sustituyó el aguardiente por vino tinto espeso, que guardaba en botellas sin etiqueta. Mientras degustaba aquel chorizo grasiento, picante, lleno de grumos, y el queso aceitoso, Rafa pensaba que probablemente no pasarían el más mínimo control sanitario.

Pedro era más joven de lo que la gente creía. Por entonces andaba por los cincuenta y seis años. Se instaló en la zona poco antes de cumplir los veinte, pero todos le calcularon mucha más edad. Su padre de dedicaba al estraperlo, traficaba con ganado entre España y Portugal, ora vadeando el Guadiana o el Chanzas, ora franqueando monte a través la frontera entre Extremadura y el Bajo Alentejo. Su madre murió cuando él apenas tenía dos o tres años, y no guardaba recuerdos de ella. Tan sólo sabía que era portuguesa y que murió de unas fiebres. La vieja fotografía, que su padre conservaba, de una mujer seria y triste, vestida de negro, no le transmitía emoción alguna. Tras la muerte de su madre, su padre –un hombre duro y seco, que lo obligó a trabajar como un mulo desde muy niño y lo trataba igual que a las bestias – no se volvió a casar. Pedro llegó a la adolescencia, sin haber tenido apenas trato con mujeres. Le daban miedo.

No era muy hablador, pero ante las mujeres se sentía cohibido y desazonado, se quedaba mudo. Un día acompañó a su padre a Mértola, a la ranchería de uno de sus comisionistas. Nunca pudo recordar bien los detalles, tan sólo que una de las hijas del socio de su padre, linda, vivaracha, inocente, casi una niña, se dirigió a él, juguetona, y su mente se nubló. La asaltó y la magreó por todo el cuerpo, preso de un rapto de locura, que le pesaría mientras viviera. La muchachita era virgen. Huyó al monte, aterrorizado. Estuvo varios días escondido, hasta que su padre lo encontró y le propinó una paliza tan terrible que estuvo a punto de dejarlo tullido. Cuando sus heridas sanaron, su padre le dio algo de ganado y algún dinero, y le ordenó que se marchara de allí y no volviera nunca más. Pedro vagó durante un par de años por Extremadura y Andalucía, antes de arrendar aquel terreno a los marqueses con las casas en ruinas, e instalarse allí, con sus cabras.


En aquellos pedregosos eriales Rafa aprendió a conducir por el campo. Se sentía en paz consigo mismo, como si Pedro le hubiese enseñado a  no desear, no reivindicar, a ver sólo belleza en la belleza.  Le hacía sentir extraño, como si traicionase sus principios políticos.

Un día Rafa le preguntó si a él le gustaban las mujeres.

-Eso es difícil de contestar – respondió Pedro.

-¿Cómo difícil? ¿es que te gusta más montártelo con las cabras?

-No seas mostrenco. Cuando tenía tu edad abusé de  una chiquilla. Hace ya tantos años... Una tarde me encontré con aquella mocita, no sé que locuras me pasaron por la cabeza, no supe contenerme y casi la forcé.

Las mujeres siempre lo horrorizaron. No conseguía entablar una conversación con una, sin que su mente se poblara de imágenes obsesivas y malsanas. Así que las rehuía y, durante una temporada, utilizó los servicios de las prostitutas para aliviarse. Era como si, al pagar por los servicios de una mujer, y al estar el trato carnal entre ellos claramente definido desde el principio, no se sintiera acorralado por sus fantasmas. Lo tranquilizaba el hecho de que, con una puta, no tenía por qué cruzar ni una palabra. Pero acabó por sentirse asqueado. El sexo con meretrices sucias, de pechos ajados y dientes renegridos, le resultaba cada vez más desagradable, y, para él, estaba descartada la posibilidad de intentar una relación normal con una mujer. 

Aunque aún era joven se resignó a su suerte, persuadido de que nunca obtendría las satisfacciones eróticas y emocionales que le hubiera gustado conocer. Suponía que nunca podría amar, ni ser amado. Y su cuerpo se acomodó a no exigirle aquello que no le procuraba alegría, sino tristeza y hastío. Se convirtió en un anacoreta, en un misántropo. Entonces fue cuando compró los libros. Se resguardó en ellos.

Pedro se sinceró con Rafa, y descubrió que le confortaba contarle su vida, confesarle sus pensamientos más recónditos. El chico lo escuchaba, serio, sin juzgarle. No sería él, que sabía perfectamente lo que era sentirse un extraño entre los suyos, quien lo condenara, ni mucho menos iba a chismorrear o murmurar. Un lobo solitario conoce bien a otro, y Pedro sabía que todo lo que le confiara se quedaría entre ellos dos. Rafa mostraba interés en sus historias, indagaba:

-¿Nunca te has acostado con una mujer normal? O sea, sin apoquinar.

-No.

-Yo nunca me lo he hecho con una puta, ¿cómo es?

-Muy simple. Pagas, descargas, y te vas.

-No suena muy divertido, ¿es verdad que fingen que se corren?

-A mí eso me daba igual.

-No sabes lo que te pierdes. Yo no podría vivir así, sin follar, ofú. Sería como no poder venir a verte en moto.

-Te atraen demasiado las hembras y las motos, y no te detiene que sean de otro. Ándate con ojito con las cosas ajenas o un día lo pagarás caro.

-Precisamente tú me vas a dar consejos.

-Quizá sepas de hembras más que yo, pero no creas que eres tan diferente de mí. Tú tampoco puedes aguantarte.

-Yo sí que puedo.

-No puedes. Quizás te gusten las motos más que ninguna otra cosa, pero por  los arrumacos de una hembra serías capaz de matar.

                Aquella amistad se mantuvo firme con el paso de los años. La extensa erudición del cabrero fascinaba a Rafa, que se sorprendía a menudo con sus conocimientos, erráticos y extravagantes. Particularmente cuando el hombre vaticinaba algo con meses o incluso años de antelación. Aunque él, que había heredado el talante descreído y escéptico de su padre, se lo tomaba todo a chacota y se pitorreaba de Pedro, que aceptaba sus bromas con resignación y buen humor. El muchacho le hacía gracia. Le complacían sus maneras bruscas y su sinceridad. Uno de los factores que solía activar las chanzas de Rafa, era su manía de leerle el futuro en el iris.
                
 Pedro había desarrollado un personal sistema adivinatorio, basado en algunas de sus lecturas y en su propia inventiva. Sostenía que la vida de una persona está escrita en sus ojos, desde el nacimiento, junto a las pupilas, hasta la muerte, en la corona exterior del iris. Y que a lo largo de la existencia, con las distintas experiencias y las distintas decisiones que influirán para siempre en el porvenir, aparecen pequeñas marcas, que van indicando los derroteros que irá tomando el destino. De la misma forma que la historia de un árbol está escrita en los círculos de su tronco. En una ocasión concluyó que habría muchas motos y mujeres en su vida. Rafa ironizó.

                -Valiente adivino estás tú hecho.

                -Mujeres que como las motos vienen, van, y vuelven. Pero sólo una a la que perteneces.

                -¿Quién es?

-Tú sabes quien es. Está en tu pasado, en tu presente y en tu futuro. Será totalmente tuya cuando consientas en que no sea sólo tuya.

-¿Qué quieres decir?

-Pero no antes de tu vigésimo  cumpleaños.

-Háblame más claro, coño.

-No puedo. Tienes que tener paciencia. Sabe esperar. Tal vez más adelante pueda decirte algo más.

-Me da lo mismo. No me creo nada. ¿Sabes que cuando te pones agorero se te cambia la voz? 

Parece como si hubieras entrado en trance: nooo te precipites, ten cuidaaado con las hembraaas 

–imitaba perfectamente su  tono, exagerándolo con inflexiones melodramáticas.

Continuará.

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